Un día más, en la oficina, nuestro editor miró por la ventana y lo vio allí: el contenedor de enfrente. Decrépito, como bien lo describe, y con visitas habituales. Entonces, ese cubículo –despreciado por muchos– le inspiró a escribir esto. Es un escrito de lo cotidiano, de lo humano, de algo que cualquiera puede ver, pero no todo el mundo plasmar. Y menos como lo hace nuestro querido Fadel. Así que, queríamos compartir con vosotros este elogio a algo tan sencillo como un contenedor de esta manera tan pulcra a la vez que humorística y verdadera.
Elogio a un contenedor (Autor: Fadel Akhamlich)
A pesar de su estado decrépito –hace tiempo que dejó de tener la tapa de color llamativo que, a modo de reluciente uniforme con sus galones, lo cubría y advertía de su función y rango, que se abría pisando una larga barra reluciente ahora inexistente, de su cojera irreversible y de su cuerpo sucio y con pintadas que no lo favorecen– sigue impertérrito en su lugar.
O casi, pues puede llegar a desplazarse unos metros hacia el norte o hacia el sur, esa es la orientación de la calle en la que reside y trabaja, en función de los caprichos de quienes se relacionan con él; con demasiada frecuencia, sin el respeto debido a su trayectoria impecable como empleado entregado a su municipio.
Unos lo alimentan, en su mayoría sin atender a la dieta que debe seguir, otros recuperan parte de las ofrendas recibidas por él al margen de que se hallen en el interior de su gran estómago a cielo abierto, a la intemperie, o abrazadas a él –porque ya no puede tragar más–, aunque se resisten a alejarse de su órbita.
Nadie lo diría, pero nuestro contenedor, como biotopo auténtico que es, reboza de vida cual foro de ciudad romana en época de esplendor o surtidor de parabienes extraordinarios. Incluso puede afirmarse sin temor a errar que ejerce gran influencia a su alrededor.
Prueba de ello es la puerta solitaria y metálica de un habitáculo para contadores de agua (la que otrora fuera su compañera desconocemos cuando dejó a esta última y sus motivos), situada a escasa distancia, que se fue el mismo día que unos admiradores fieles de nuestro contenedor vinieron a recuperar los esqueletos, las partes metálicas, de varios somieres. El resto de estos somieres, sus partes orgánicas, la madera, quedó desperdigado por la calzada.
Para ser justos, debemos reconocer que algo, no poco, permaneció en su gran estómago. ¿Por qué? Nunca lo sabremos. Los visitantes no parecían tener prisa, podrían habérselo llevado todo, pero decidieron no hacerlo por ocultas razones que escapan a nuestro limitado entendimiento.
Pero el mismo día que las partes metálicas de los somieres se fueron, el contenedor recibió más visitas, al menos dos más de las que este humilde servidor puede dar fe. Se limitaron a hurgar en su interior, no me consta que se interesaran por lo que había quedado a su alrededor.
A estas alturas, los restos ya no permanecían abrazados a nuestro discreto protagonista. O no todos. Su área de influencia, a su pesar, se iba extendiendo por efecto de la fuerza centrífuga al igual que los astros a través de la inmensidad del universo.
No todas las visitas son tan desconsideradas. Sus cuidadores, empleados del ayuntamiento de la localidad a la que tan fielmente presta sus servicios, vienen con cierta frecuencia en grandes camiones a realizarle una limpieza de estómago y acicalarlo. A falta de poder dejarlo como nuevo, tarea imposible a estas alturas, lo dejan vacío, que no es poco.
Su entorno inmediato, sin embargo, no siempre queda impoluto. Para eso, debe esperar a otras visitas, vehículos que barren y aspiran a la vez, barrenderos que recogen lo que queda aún por el suelo…
En ocasiones queda bien, en otras no tanto, pero durante unas horas o poco más, vive en un entorno menos deslucido, más digno, reflejo de lo que debería ser una urbe en la que sus ciudadanos actuaran de manera cívica y sus empleados públicos con algo más de entusiasmo e implicación. Después, el ciclo vuelve a comenzar.
Así transcurre la vida de este gran servidor patrio.